domingo, 11 de noviembre de 2012

EL SUEÑO DE UNA COMETA


Era un día soleado, como otro cualquiera. Estaba empezando a hacerme mayor, así que decidí que mi 16 cumpleaños lo celebraría con mis amigos en las playas de Alborán. Un lugar donde las cigarras cantan de sol a sol, los pinos mediterráneos destacan por sus agujas esmeraldas y el mar es el papel donde dibuja el cielo.

Nos fuimos temprano, para aprovechar al máximo las horas que teníamos por delante. Disfruté cada rayo de sol, mientras veía mi piel dorándose con granos de sal sobre todo mi cuerpo. Sin embargo, lo que más me gustaba de aquella cala era sentarme a su orilla, cerrar los ojos y dejarme llevar a mundos lejanos. El agua palpaba mis pies y los vestía con arena. El viento murmuraba a mi pelo cosas que solo ellos dos entendían y el olor a salitre llenaba hasta la última célula de mi organismo con recuerdos. Pero lo que más me hechizaba de ese paraíso era el sonido del romper de las olas…

Al atardecer, decidimos entrar en una gran casa abandonada, que se encontraba en nuestra playa. Traspasamos su puerta, raída por el paso de los años; sus muros de cal empezaban a deteriorarse a causa de la humedad. Atravesamos el comedor, lleno de sillas de esparto que rodeaban una mesa muy alargada, presidida por un botijo de cerámica. Parecía un lugar donde los típicos abuelos invitaban a sus nietos a pasar el verano con ellos. Las telarañas envolvían cada esquina, cada vivencia.

De repente, un escobón cayó al suelo, ninguno había tocado nada. En ese momento, un perro comenzó a ladrar, y pudimos oír que  la mecedora del porche empezó a moverse. Nos miramos aterrorizados, así que dimos por finalizada nuestra visita.

Al darnos la vuelta, un niño de unos seis años que vestía un bañador de los años 40, nos observaba. El chiquillo emprendió una veloz carrera hacia nosotros, que salimos corriendo en todas direcciones.

El niño me perseguía mientras algunos de mis amigos habían conseguido huir. Me sentí una rata de laboratorio, incapaz de ver la salida en ese laberinto de habitaciones oscuras. Entonces, vi una gran ventana, la abrí y salté.

Cual fue mi sorpresa que en ese instante me vi convertida en una cometa. Pude volar gracias al temporal de levante, planeaba y planeaba, era libre. Los pájaros me miraban con recelo y mis amigos contemplaban atónitos el espectáculo.

A la mañana siguiente, cuando desperté, estaba junto a mi hermana. Al verme, me sonrió, su cara rebosaba felicidad.

La volví  mirar y me dijo:  -¿Qué, otra vez soñando con los humanos? 


                                                                Maite Díaz.

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